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Las necesidades hídricas y el riego del ajo

Daria · 27.06.2025.

Comprender las necesidades hídricas y aplicar una estrategia de riego adecuada es fundamental para cultivar ajos de gran calibre y calidad. El ajo, aunque es relativamente tolerante a la sequía una vez establecido, requiere una humedad constante y bien gestionada durante sus fases críticas de desarrollo para maximizar su potencial. Un riego inadecuado, ya sea por exceso o por defecto, puede provocar desde una reducción significativa del tamaño del bulbo hasta la aparición de enfermedades graves. Por lo tanto, el manejo del agua no es simplemente una cuestión de aplicar agua, sino de hacerlo en el momento justo y en la cantidad precisa, adaptándose a las condiciones del suelo, el clima y la etapa de crecimiento de la planta.

El ajo posee un sistema radicular relativamente superficial y fibroso, lo que significa que no es capaz de extraer agua de las capas más profundas del suelo. Por esta razón, es crucial mantener la humedad en los primeros 20-30 centímetros del perfil del suelo, que es donde se concentra la mayor parte de la actividad radicular. La necesidad de agua es especialmente crítica durante dos períodos: el primero es tras la siembra, para promover un buen enraizamiento, y el segundo, y más importante, es durante la fase de formación y engorde del bulbo, que generalmente ocurre en la primavera. En esta etapa, un estrés hídrico puede detener el crecimiento del bulbo de forma irreversible.

La frecuencia y la cantidad de riego deben ajustarse en función de varios factores. El tipo de suelo juega un papel crucial: los suelos arenosos retienen menos agua y requerirán riegos más frecuentes pero menos abundantes, mientras que los suelos arcillosos retienen más humedad y permiten espaciar más los riegos, pero con mayor riesgo de encharcamiento. Las condiciones climáticas, como la temperatura, la insolación, la humedad ambiental y el viento, también influyen en la tasa de evapotranspiración y, por tanto, en las necesidades de agua del cultivo. La mejor práctica es comprobar la humedad del suelo regularmente, introduciendo un dedo o una herramienta a unos centímetros de profundidad, y regar solo cuando se sienta seco.

El método de riego utilizado también tiene un impacto significativo en la eficiencia del uso del agua y en la salud del cultivo. El riego por goteo es, con diferencia, el sistema más recomendable para el ajo, ya que aplica el agua directamente en la zona radicular, minimizando la evaporación y evitando mojar el follaje. Mantener las hojas secas es una medida preventiva clave contra enfermedades fúngicas como la roya o el mildiu. El riego por aspersión es menos eficiente y puede promover la propagación de enfermedades, mientras que el riego por inundación puede provocar una compactación excesiva del suelo y problemas de asfixia radicular si no se gestiona con extremo cuidado.

Una de las prácticas de manejo del riego más importantes en el cultivo del ajo es la suspensión del agua antes de la cosecha. Aproximadamente de dos a cuatro semanas antes de la fecha prevista para la recolección, se debe cesar completamente el riego. Este período de sequía controlada induce a la planta a concentrar sus reservas en el bulbo y promueve el secado de las capas exteriores, formando las pieles protectoras que son esenciales para una buena conservación a largo plazo. Continuar regando hasta el final no solo no aumentará el tamaño del bulbo, sino que puede provocar la pudrición y reducir drásticamente su capacidad de almacenamiento.

Fases críticas del riego

El ciclo de vida del ajo presenta diferentes fases con requerimientos hídricos variables, y reconocerlas es clave para un riego eficiente. La primera fase crítica ocurre justo después de la siembra otoñal. En este momento, un riego adecuado es esencial para asentar la tierra alrededor de los dientes y proporcionar la humedad necesaria para estimular la emisión de raíces. Un buen establecimiento del sistema radicular antes de la llegada del invierno es fundamental para la supervivencia de la planta y para un arranque vigoroso en la primavera. Sin embargo, es crucial evitar el exceso de agua, que podría provocar la pudrición de los dientes antes de que germinen.

La segunda y más importante fase crítica en cuanto a necesidades de agua se produce durante la primavera, coincidiendo con el rápido desarrollo vegetativo y, sobre todo, con el inicio de la bulbificación. A medida que los días se alargan y las temperaturas aumentan, la planta acelera su crecimiento foliar, lo que aumenta la transpiración y la demanda de agua. Es en este período cuando el bulbo comienza a formarse y a engordar, y cualquier déficit hídrico, por breve que sea, puede limitar su tamaño final de forma irreversible. Mantener una humedad constante y uniforme en el suelo durante esta ventana de tiempo es el secreto para obtener cabezas de ajo grandes y pesadas.

A medida que el cultivo avanza hacia la madurez, a principios del verano, las necesidades de agua comienzan a disminuir gradualmente. El crecimiento del follaje se detiene y la planta redirige toda su energía a terminar de llenar el bulbo. En esta etapa, los riegos deben ser más espaciados, permitiendo que la capa superficial del suelo se seque ligeramente entre aplicaciones. Reducir el aporte de agua en esta fase ayuda a la planta a iniciar el proceso de senescencia natural y a concentrar los sólidos solubles en los dientes, lo que intensifica su sabor y mejora su capacidad de conservación.

La fase final, que abarca las últimas semanas antes de la cosecha, requiere una suspensión total del riego. Este cese del aporte hídrico es una práctica de cultivo fundamental y deliberada. Obliga a la planta a iniciar el proceso de curado en el propio suelo, promoviendo el secado del cuello y la formación de las túnicas o pieles exteriores protectoras del bulbo. Continuar regando en este período no solo es innecesario, sino contraproducente, ya que puede manchar las pieles, provocar el desarrollo de hongos y reducir drásticamente la vida útil del ajo una vez almacenado.

Métodos de riego recomendados

La elección del método de riego tiene un impacto directo tanto en la salud de las plantas de ajo como en la eficiencia del uso del agua. El sistema más recomendado por su precisión y beneficios agronómicos es el riego por goteo. Este método consiste en la instalación de cintas o tuberías con emisores que liberan el agua lentamente, gota a gota, directamente sobre la zona de las raíces. Al aplicar el agua de forma localizada, se reduce al mínimo la pérdida por evaporación y se evita mojar el follaje, lo cual es una medida preventiva crucial contra la proliferación de enfermedades fúngicas como la roya y el mildiu, que prosperan en condiciones de alta humedad foliar.

Otra ventaja significativa del riego por goteo es que permite mantener un nivel de humedad en el suelo mucho más constante y uniforme, sin los ciclos de saturación y secado extremo que pueden ocurrir con otros métodos. Esta estabilidad hídrica es ideal para el ajo, ya que previene el estrés en la planta y favorece un crecimiento continuo y homogéneo del bulbo. Además, los sistemas de goteo operan a baja presión, lo que supone un ahorro energético, y facilitan la aplicación de fertilizantes líquidos de forma precisa y controlada, una técnica conocida como fertirrigación.

El riego por surcos es otro método tradicional que puede ser efectivo si se gestiona correctamente, especialmente en parcelas con una ligera pendiente uniforme. Consiste en hacer fluir el agua por pequeños canales abiertos entre las hileras de ajos, permitiendo que se infiltre lateralmente hacia la zona radicular. Aunque es más económico de instalar que el goteo, su eficiencia es menor y requiere una mayor nivelación del terreno. Es importante controlar bien el caudal y el tiempo de riego para evitar el encharcamiento en la parte inicial del surco y la falta de agua en la final, asegurando una distribución lo más homogénea posible.

Por el contrario, el riego por aspersión es el método menos aconsejable para el cultivo del ajo. Este sistema moja toda la superficie, incluyendo el follaje de las plantas, lo que crea un microclima ideal para el desarrollo y la propagación de enfermedades fúngicas. Además, una parte considerable del agua se pierde por evaporación antes de llegar al suelo, especialmente en días ventosos o calurosos, lo que lo convierte en un método poco eficiente. Si no hay otra alternativa, se debe regar a primera hora de la mañana para que las hojas tengan tiempo de secarse completamente durante el día, reduciendo así el riesgo de enfermedades.

La frecuencia y cantidad de agua

Determinar con exactitud cuánta agua y con qué frecuencia regar el ajo no tiene una respuesta única, ya que depende de una compleja interacción de factores que incluyen el tipo de suelo, el clima y la etapa de desarrollo del cultivo. El principio fundamental es mantener una humedad constante en la zona radicular sin llegar nunca al encharcamiento. Una buena práctica para empezar es regar en profundidad una o dos veces por semana durante los períodos de crecimiento activo en primavera, asegurando que el agua penetre al menos 15-20 centímetros en el suelo. Sin embargo, esta es solo una guía general que debe ser ajustada constantemente.

La mejor herramienta para decidir cuándo regar es la observación directa del suelo. La técnica más sencilla y fiable consiste en introducir un dedo o una pequeña pala a unos 5-10 centímetros de profundidad cerca de las plantas. Si la tierra a esa profundidad se siente seca al tacto, es el momento de regar; si todavía conserva humedad, es mejor esperar. Con el tiempo, aprenderás a reconocer la apariencia y el tacto de tu suelo en su punto óptimo de humedad. Evita los riegos superficiales y frecuentes, que solo mojan los primeros centímetros y fomentan un sistema de raíces poco profundo y vulnerable a la sequía.

La cantidad de agua a aplicar en cada riego debe ser suficiente para humedecer todo el perfil radicular, pero sin que se produzca escorrentía o encharcamiento. Un buen riego es aquel que se infiltra lentamente en el suelo. Como referencia, un aporte de unos 20-25 litros por metro cuadrado (equivalente a una lluvia de 20-25 mm) puede ser adecuado para un riego profundo, aunque esta cantidad variará mucho según la textura del suelo. En suelos arenosos, puede ser necesario aplicar menos agua pero con mayor frecuencia, mientras que en suelos arcillosos se aplicará más agua de forma más espaciada.

La tecnología también puede ser una gran aliada para optimizar el riego. El uso de tensiómetros o sensores de humedad del suelo permite obtener una medida objetiva y precisa del estado hídrico del terreno, eliminando las conjeturas. Estos dispositivos se instalan a la profundidad de las raíces y proporcionan una lectura que indica cuándo se alcanza un determinado umbral de sequedad, señalando el momento óptimo para iniciar el riego. Aunque suponen una inversión inicial, a largo plazo permiten un ahorro significativo de agua y aseguran que el cultivo nunca sufra de estrés hídrico, maximizando así la producción.

El impacto del exceso y déficit de riego

Tanto el exceso como el déficit de agua tienen consecuencias muy negativas en el cultivo del ajo, afectando no solo al rendimiento sino también a la calidad y sanidad de los bulbos. Un riego insuficiente, especialmente durante la fase crítica de engorde del bulbo en primavera, es una de las principales causas de obtención de ajos pequeños. Cuando la planta sufre estrés hídrico, sus procesos fisiológicos se ralentizan, incluyendo la fotosíntesis y el transporte de nutrientes hacia el bulbo, lo que detiene su crecimiento. Este daño es a menudo irreversible, y aunque se reanude el riego posteriormente, el bulbo no recuperará el tamaño perdido.

Además de reducir el calibre, la falta de agua puede afectar a la calidad organoléptica del ajo. Un estrés hídrico prolongado puede dar lugar a ajos con un sabor excesivamente picante o incluso amargo. También puede provocar la aparición de bulbos deformes o con dientes desiguales. Una planta debilitada por la sequía es, además, mucho más susceptible al ataque de ciertas plagas, como los trips, que prosperan en condiciones secas y cálidas, y que pueden causar daños significativos tanto en las hojas como en los bulbos.

Por otro lado, el exceso de riego es igualmente perjudicial, si no más, que la falta de agua. El encharcamiento del suelo provoca la asfixia de las raíces, ya que desplaza el oxígeno del suelo, un elemento esencial para la respiración radicular. Sin oxígeno, las raíces no pueden absorber agua ni nutrientes de manera eficiente e incluso pueden empezar a morir. Este problema es especialmente grave en suelos pesados y poco drenantes. Los síntomas visibles en la planta suelen ser el amarilleamiento de las hojas, un crecimiento raquítico y una apariencia general de marchitez, paradójicamente similar a los síntomas de la sequía.

El exceso de humedad en el suelo crea además las condiciones perfectas para el desarrollo de enfermedades fúngicas graves, como la podredumbre blanca (Sclerotium cepivorum) o la podredumbre del cuello (Botrytis), que pueden destruir una cosecha entera. Un suelo constantemente saturado de agua también puede provocar que los bulbos se pudran directamente en la tierra o que las pieles protectoras se deterioren, volviéndose translúcidas o manchadas. Estos bulbos tendrán una capacidad de conservación nula y no serán aptos ni para el consumo ni para la siembra. Por todo ello, encontrar el equilibrio justo en el riego es uno de los mayores desafíos y una de las claves del éxito en el cultivo del ajo.

Photo: Matěj BaťhaCC BY-SA 2.5, via Wikimedia Commons

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